Acababa yo de escribir el panegírico de las rutinas, cuando la vida, cual maestro zen, me propinó un oportuno cachete como toque de atención. Y es que en mi divagación anterior sobre los juegos y los rituales cotidianos se me olvidó mencionar lo que hoy mis hijos me plantan delante de las narices: juegos sí, siempre, pero las rutinas... hoy no, maañaana. Sentarse a la mesa a desayunar, lavarse la cara, cepillarse los dientes, vestirse, peinarse... ¡Vaya rollo! Y por más que uno intenta convencerles de que lo hagan con alegría, no cuela... ni para uno mismo. Cierto que algún día puede uno afeitarse silbando, pero otras veces -como la que me inspiró el post anterior- el ritual termina en blasfemia...
La clave está en que los rituales cotidianos no se ofician con devoción, ni siquiera con afición, sino que se hacen pura y simplemente por obligación. Y, claro está, eso del deber por el deber, no se lo traga ni el mismísimo Kant. Nuestra intención siempre necesita orientarse por un interés: si no te lavas parecerás un guarro, si no comes te morirás, si no te vistes no puedes salir a la calle... y en este plan. Así convertimos los rituales cotidianos en requisitos molestos pero indispensables, una especie de daños colaterales que conlleva la consecución de lo que realmente nos gusta: estar guapos, vivir, salir a la calle... Y es de este modo engañoso como intentamos venderles la moto a nuestros hijos acerca de la necesidad e importancia de las rutinas. Y es así como las rutinas pierden todo su valor como fines, para convertirse en meros medios que, aunque malos, se justifican por los supuestos bienes finales. Nada que ver con los juegos.
A no ser que los rituales cotidianos recuperen su faceta lúdica. De hecho, ese afeitado que me pesa como una losa es un espectáculo asombrosamente entretenido para mi hijo de 4 años que me contempla boquiabierto. O esa pesada e interminable tarea de hacer croquetas con la masa de bechamel, se convierte para mi hijo de 6 años en un juego de modelado que supera con creces a la plastilina. Podría ser que la fascinación les venga precisamente de que no son tareas rutinarias, es decir, por lo que tienen de excepcionales o novedosas. Ciertamente, rutinario viene a ser sinónimo de aburrido. Es más, los propios juegos, cuando se vuelven rutinas, pierden todo su interés para los niños. Pero la cosa parece que tiene que ver, más que con un juego o una rutina concretos, con la forma que se tenga de ejecutarlos. Hay juegos que siguen apasionando la milésima vez que se juegan y hay rutinas que comienzan a serlo desde la primera vez que se repiten. Hay veces en las que la afición traspasa incluso las fronteras de la devoción, y se transforma en adicción... Pero ese es otro tema.
No digo yo que haya que engancharse a las rutinas, pero no vendría mal aficionarse, volver a ser "amateur", en el sentido literal del témino: hacer las cosas con amor, como decía mi madre. Queriendo, aunque nada es importante, todo se vuelve valioso. Porque, como decía San Agustín en lo que es casi un juego de palabras: si amas, puedes hacer lo que quieras.
Aunque difícil, no parece imposible animar a tus hijos a hacerse "amateurs" de las rutinas. Lo realmente complicado es rescatar para la categoría de "amateur" a un profesional del afeitado como yo...
La clave está en que los rituales cotidianos no se ofician con devoción, ni siquiera con afición, sino que se hacen pura y simplemente por obligación. Y, claro está, eso del deber por el deber, no se lo traga ni el mismísimo Kant. Nuestra intención siempre necesita orientarse por un interés: si no te lavas parecerás un guarro, si no comes te morirás, si no te vistes no puedes salir a la calle... y en este plan. Así convertimos los rituales cotidianos en requisitos molestos pero indispensables, una especie de daños colaterales que conlleva la consecución de lo que realmente nos gusta: estar guapos, vivir, salir a la calle... Y es de este modo engañoso como intentamos venderles la moto a nuestros hijos acerca de la necesidad e importancia de las rutinas. Y es así como las rutinas pierden todo su valor como fines, para convertirse en meros medios que, aunque malos, se justifican por los supuestos bienes finales. Nada que ver con los juegos.
A no ser que los rituales cotidianos recuperen su faceta lúdica. De hecho, ese afeitado que me pesa como una losa es un espectáculo asombrosamente entretenido para mi hijo de 4 años que me contempla boquiabierto. O esa pesada e interminable tarea de hacer croquetas con la masa de bechamel, se convierte para mi hijo de 6 años en un juego de modelado que supera con creces a la plastilina. Podría ser que la fascinación les venga precisamente de que no son tareas rutinarias, es decir, por lo que tienen de excepcionales o novedosas. Ciertamente, rutinario viene a ser sinónimo de aburrido. Es más, los propios juegos, cuando se vuelven rutinas, pierden todo su interés para los niños. Pero la cosa parece que tiene que ver, más que con un juego o una rutina concretos, con la forma que se tenga de ejecutarlos. Hay juegos que siguen apasionando la milésima vez que se juegan y hay rutinas que comienzan a serlo desde la primera vez que se repiten. Hay veces en las que la afición traspasa incluso las fronteras de la devoción, y se transforma en adicción... Pero ese es otro tema.
No digo yo que haya que engancharse a las rutinas, pero no vendría mal aficionarse, volver a ser "amateur", en el sentido literal del témino: hacer las cosas con amor, como decía mi madre. Queriendo, aunque nada es importante, todo se vuelve valioso. Porque, como decía San Agustín en lo que es casi un juego de palabras: si amas, puedes hacer lo que quieras.
Aunque difícil, no parece imposible animar a tus hijos a hacerse "amateurs" de las rutinas. Lo realmente complicado es rescatar para la categoría de "amateur" a un profesional del afeitado como yo...
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