miércoles, 8 de agosto de 2012

Sindromología sucinta

Desocupado y fiel lector que, tras mi prolongada ausencia, ya temías por mi integridad física y/o psíquica: he vuelto, con mi atónita mirada y mi alopecia lingüística. Lo que ha podido parecer un enmudecimiento ante la abrumadora acumulación de estupidez circundante, en realidad ha sido la observación perpleja, seguida de pesada digestión, de los anómalos comportamientos de mis congéneres. Observación y digestión que me han llevado a atreverme a iniciar un proyecto de clasificación etológica y semiológica de algunas de esas nuevas e inquietantes conductas que, de forma alarmante, proliferan como auténticos síndromes a estudiar. Comienzo aquí, pues, este proyecto de sindromología sucinta (en adelante, SS).

No es mi intención enmendarle la plana a ese monumento a la taxonomía  de la enajenación que es el DSM IV, el Manual Diagnóstico Estadístico de los Trastornos Mentales, en su 4ª edición.  Me confieso más amigo de nomenclaturas menos ostentosas -pero no menos certeras- como las greguerías de Gómez de la Serna o el legendario Diccionario de Coll. Salvo en el caso de los dioses, los teúrgos y los grandes poetas, para los cuales nombrar es un acto de creación, lo habitual, para los palabreros como yo, es que nombrar sea más un acto recreativo, a lo sumo un bautizo, un ocurrente etiquetaje de realidades ya existentes desde, si acaso, un horizonte no transitado o una perspectiva insólita. Ingredientes, por cierto, que suelen acompañar a ese bendito sinsentido que es el sentido de humor. Quédese, pues, el DSM con el rigor –a veces hueco y estéril-, que esto más bien pretende ser un jocoso bestiario para dar nombre y cobijo a algunos de esos híbridos androides y alienados especímenes que hoy pululan por doquier. 


En realidad, ya en mi última entrada había comenzado sin pretenderlo con este catálogo de síndromes, pues no otra cosa puede ser la caracterización del Homo Tontolculus de Forges (en adelante SS1), ese ser afectado por lo que casi es un oxímoron, la parálisis del móvil, combinada con una compulsión  a la impudicia verbal o verborrea impúdica, cada vez más presente en nuestras calles y plazas, incluso en nuestras familias. 


Sólo añadir una última y preocupante variedad o mutación que he contemplado atónito cómo prolifera en la vía pública. Me refiero a ciclistas por la acera que, en un alarde de arriesgado equilibrio y atención polivalente, sortean peatones, manejan el manillar con una mano, con la otra sujetan el móvil, a través del cual mantienen una conversación, que bien puede tratar de intentar resolver un conflicto amoroso (“No seas tonta ¿No ves que a mi esa tía no me importa nada? Lo que pasa es que va por ahí con las tetas por delante…”); o quién sabe si el comentario solidario sobre algún nuevo recorte presupuestario (“Si es que parados y funcionarios no son más que parásitos. No hacen más que estorbar. Como los peatones. No veas un gilipollas que me acabo de cruzar, que de repente salió corriendo detrás de un niño. Casi me hace caer de la bici, o, lo que es peor, casi se me cae el iPhone, con la pasta que me ha costado…”

El colmo épico -y verídico- de esta nueva variante ha sido un ciclista que iba subiendo una cuesta, de esas que hacen honor a su nombre, y, casi sin aliento, seguía fiel a la conversación que mantenía por el móvil. Sencillamente heroico. Estuve a punto de aplaudir. Y preguntarle si se trataba de alguna nueva modalidad olímpica…

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